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COMO
CASI NADIE SABE... ALGUIEN DEBE DECIR
Por Manuel García Verdecia, La
Otra Esquina de las Palabras
Viernes, 26 de noviembre de 2010
Conocí
a Carlos Barrunto con otro nombre, en otros tiempos y en otra ciudad
-ya la ciudad no es la misma, ni decir del tiempo, si es que algo alguna
vez es lo mismo- cuando nos movían afanes de superar lo estrecho
y pacato de una vida provinciana. La música, liderada por los
Beatles y la poesía, eran nuestras sutiles pero al parecer potentes
armas, pues llamaron la atención de soberbios burócratas
y no dejaron de causarnos problemas. Éramos jóvenes y,
ya se sabe, la juventud es heroica, no tiene edad ni límites,
solo arrestos, sueños, inagotable hambre de mundo. Y la música
y la poesía eran nuestros continentes virtuales, ante la imposibilidad
de salir al mundo dada nuestra condición de isla, cercada por
"la maldita circunstancia del agua por todas partes", como
lamentara el poeta, y la inflexible estupidez de los que nada saben
y nada sienten. Allí éramos todo lo que queríamos
ser, era nuestra Arcadia y nuestra Mancha. En los parques, sombreados
de añosos árboles, nos sentábamos a ver la vida
ambular, fluir, en las esbeltas piernas de muchachas, y en los amigos
con quienes dibujábamos sueños, definíamos una
verdad inefable pero que sentíamos más honda que todo
cuanto nos rodeaba. Aquellas reuniones cándidamente bohemias,
donde creíamos que inventábamos el mundo, nos hicieron,
para siempre, insobornablemente distintos e imbatiblemente tenaces en
nuestros empeños.
Carlos era entonces profesor de literatura. Trabajaba para la radio.
Conocía bien el canon de la literatura hispanoamericana y el
arte de la comunicación. Además, se insertaba en una generación
que, sin alardes ni artificios, buscaba su propia voz. Nuestra poesía
nunca fue enfática ni patriótica, sin dejar de serlo por
su nervio esencial humano -recuérdese, Patria es humanidad, dijo
el Más Grande-, pero de una patria portátil, simpática,
asequible, velardiana, a escala personal, de simples prójimos.
Dos temas, si mi memoria ya golpeada por los años y el abuso
no titubea, eran firmes en él: al amor y la belleza. Lo hacía
con un depurado apego a lo mejor del oralismo, mejor que coloquialismo,
pues sus versos eran de quien enunciaba de viva voz, en declaración
íntima, en el tono de poetas como Neruda, Eliseo Diego, Lorca
o Aleixandre.
Ahora a la vuelta -si porque el paso del tiempo presupone el eterno
retorno, así el reencuentro- recibo para mi placer y más
conmovido afecto este hermosísimo libro, Como casi nadie, no
me apena adjetivar. Es fácilmente comprobable. Lo he leído
varias veces, para saber si es la cercanía del afecto o lo sustantivo
que en él palpita lo que me atrae. De manera que sé con
la mejor certeza, la del alma que no explica con palabras, que es poesía
de la más depurada.
En lenguaje desnudo pero certero, con construcciones breves, directas,
sin rebuscamientos ni oropeles, pero con la belleza del que llega a
la médula de las cosas, nos da un puñado de versos que,
de cierta manera reedifican aquellos que le conocía. No es casual
que en su "Poética" rechace la pose, la pedante literaturización
de la vida y prefiera esta en su desnudez y verdad, en su movimiento
y criaturas más palpitantes. Poesía no es adornar ni bonitizar.
Es ver con ojos limpios la médula más exacta y perdurable
de la existencia. Aquí están muchos de los molinos de
viento y obsesiones que nos hechizaron de jóvenes. Véase
si no "Fábula". Dice lo que hicimos -tal vez eso seguimos
haciendo, ahora desde la memoria y las palabras-, andar y andar y enfrentar
todo por rescatar la beldad que es verdad. En definitiva, todo poeta
si es, es un caballero andante, deshaciendo los obstáculos que
lo separan de su Dulcinea y su Barataria. En sus textos es el eros galante
el que predomina. El poeta una y otra vez enaltece al objeto de su devoción
y goce. Poesía del fervor amoroso más que del acto en
su cumplimiento sensual. Es el cuerpo de la amada el aleph donde se
realiza todo sacramento y toda poesía, la más exacta certeza.
Ténganse para muestra "El amor es breve", "Pastorela",
"Allegro", "Tarde de lluvia con Edith Piaff". Y
está el texto "Memoria de Rainer Maria Rilke" donde
se unen el amor y el destino del ser. Porque el amor y el devenir son
la sinergia que nos lanza a lo que somos. Es un intento por asomarse
a "los incendios, las miserias y los tesoros del alma", que
forman los caudales del hombre. No hay felicidad posible que no esté
labrada en el dolor. Así los versos de Rilke revelan "que
al más feliz de los hombres / puede alcanzarle una mañana
el desamparo, / la misma incertidumbre del adiós, de las pérdidas
y las distancias". Este poema puede revelarse como biografía
de una generación, cuyo acaecer se traduce en esas runas: amor,
adioses, pérdidas, distancias. El ser es una urdimbre de circunstancias
donde lo afectivo y lo histórico, lo eventual y lo intemporal,
se anudan y lo conforman. Todo hombre es una piedra labrada por el amor
y los vientos.
También está la lejanía de lo que tuvo y confirió
un sentido, y se echa ahora como una mordiente bestia a nuestro costado.
Se ve en "Bajo una luna altísima", poema que arrasa,
por reproducir una experiencia próxima y dolorosa. Aquí
se ve la emblemática camisa, "amable, romántica,
liberal
enemiga del safari y la guayabera moderna", que escindió
un tiempo y una isla para nuestro perpetuo dolor y vergüenza, pero
también para nuestra esperanza. La ciudad una y otra vez muestra
sus rincones amorosos y afligidos. Surge revivida, nunca perdida aunque
distante, de "Adónde irá el camino", con alusiones
a sitios, prácticas y amigos que hicieron camino al andar. Pero
si el tiempo recordado parece dar un salto en el vacío como el
amigo muerto, la palabra, el texto, resucitan instante y presencias,
y las restituyen para la perpetuidad del sentido salvado. El tema vuelve
en el breve pero intenso "Parque San José", el Elíseo
de amantes y bohemios en la ciudad, donde el hálito del afán
verdea en sus laureles que esperan por la vuelta anunciada de los amantes.
También en el espléndido resumen de "Hasta la costa",
donde amor, memoria y sueños, se encuentran, entran en conflicto,
arrojan al ser hacia la orilla. ¿Cuál?, nos preguntaremos.
Y ¿hacia qué costa nos arroja la vida sino es a la del
anhelo incumplido, al borde mismo de la espumeante nada? Solo somos
nuestras derrotas, parece decirnos, pero en ellas flamea, como un fuego
fatuo, lo mejor nuestro que se ha quemado y que ahora, fulgor, nos ilumina
en la aceptación del borde último.
El final no puede ser más memorable. "Yo vendo fantasías",
proclama el poeta -es lo que hacemos los poetas-, "y de algún
modo soy feliz con mis suerte. / Ya nada me sujeta bajo los toldos lejanos.
/ Ya nada me juzga entre las hojas perdidas." Declaración
de una poética y, quizá, testamento. Telón luminoso,
sans peur et sans reproche, el poeta se crece en sabiduría. La
felicidad es un estado de gracia, la revelación de la exactitud
del ser y su verdad, más que la infatuación en goces y
ganancias. Ha sido largo el camino, arduo, plagado de acechanzas y pérdidas,
pero en la entereza de su admisión está lo robusto del
hombre. Nada sabríamos del gozo sin el dolor, ni de la luz sin
la sombra. Como casi nadie sabe al empezar el trayecto y solo algunos
llegan a entender. Para eso hay que abrirse el pecho y mirar con ojos
limpios, sin prejuicios ni auto compasión. Cuando ya es tiempo
de aceptar, declarar y proseguir con esa felicidad de los que no se
engañan y entreven la luz verdadera.
En fin, no hay poema que no someta al lector a un temblor, a una tensión,
a una revelación de un destino golpeado pero sentido. ¡Salve,
amigo, has escrito el testimonio emotivo de una generación! Me
hubiera gustado escribir cada uno de esos poemas, pero en fin los escribiste
y ya son míos. Nuestros. Para siempre.
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