Noche de la presentación del libro El instante
 
Miami, agosto 18 de 2011

José Abreu Felippe: Lectura de dos fragmentos de la novela El instante

 

Del capítulo 1. El comienzo

Yo volaba, corría descalzo sobre la tierra sembrada de dormideras y ya en medio de la calle, daba un salto y quedaba suspendido en el aire. Así, flotando, a pocos pies de la tierra fangosa, sobre la zanja, movía los brazos y las piernas como si nadara. Maniobraba con desesperación y subía, poco a poco subía; pero nunca, en ningún intento, lograba alcanzar el foco de la esquina. Me quedaba bandeando a mitad del poste, dándole a las manos sin parar. Entonces cerraba los ojos para gozar con todo mi cuerpo la maravilla de sentirme ingrávido. El aire era como un mar sin agua, un mar vacío, donde uno se podía aboyar sujetándose a la nada. Movía los pies constantemente y extendía bien los brazos, pero al final siempre caía. Mis dedos volvían a hundirse en el fango y ya no sabía qué hacer. Miraba a mi alrededor buscando los rostros de mis amigos, pero no había nadie. Estaba solo en medio de la calle sin asfaltar, la tarde se iba sin remedio de Barrio Azul y yo no podía hacer nada por evitarlo. Silencioso, me sentaba en el quicio del portal a ver cómo por detrás de mí venía la noche. El foco se llenaba de mariposas. Cerraba un ojo y las veía moverse como si fueran estrellas, rayos amarillos relampagueaban bajo las sombras y ya, por mucho que fijara la vista, no lograba distinguir la forma del bombillo. Cuando me venía a dar cuenta estaba todo oscuro. Mima salía y me decía algo, que entrara a comer o a lo que fuera, prendía la luz del portal, y todo se echaba a perder. La tarde se había ido ya y llegaba la noche.

 
 

Del capítulo 4. La tarde

Mi madre había acabado de llegar del hospital, le prendió una vela a sus santos y se echó en la cama sin quitarse los zapatos.
—¡Ay, estoy muerta! No te puedes imaginar cómo venía esa 100.
—Sí, mima, me lo imagino perfectamente.
—Me duelen todos los músculos. No puedo ni levantar el brazo. ¡Mira para acá!
—Ya veo. ¿Y a qué fuiste al médico hoy? ¿No habías ido ayer?
—Tenía turno con el ortopédico para ver el resultado de las placas. Ayer fui a darme los calores y las tracciones con Sonia. Ay, esa amiga de Hugo es una maravilla, tan dulce, enseguida que me vio me pasó. Imagínate, yo tenía el 65, hubiera salido a las mil y quinientas. Pero dice el médico que lo mío es artrosis y me mandó que siguiera con las mismas pastillas que me había mandado el otro y que me diera más calores, otras 20 secciones de ésas. No, no, doctor, le dije, figúrese, voy a tener que pasarme la vida en el hospital. Le enseñé la fisurita de allá atrás, y me dijo que no era nada, que me echara la pomada y que si me seguía que fuera a ver al especialista. Me dijo, tú estás operada de hemorroides, ¿verdad? ¿Quién te operó? Lo que te hicieron ahí fue un trabajo de primera. Me eché a reír a carcajadas, figúrese, doctor, que fue el doctor Andina en la Quinta Canaria. No, no, ¡una eminencia! Mañana tengo turno con el de los nervios y el viernes con el cirujano.
—¿De qué te vas a operar?
—De nada, es por lo de la fisura. Ahora la cogí con eso y tengo la pituita, ahí, ahí, en el cerebro, que hasta que no vaya no se me quita. ¿Tú sabes que el electro no me dio nada? Y el médico del Cuerpo de Guardia, que era un animal, me había dicho que tenía el corazón más grande que su capacidad. Y éste me dijo, quién fue el imbécil que te dijo eso, porque es un imbécil, dímelo, yo quiero saber quién te remitió para acá, que lo voy a reportar al director del hospital. No, no, doctor, le dije, yo no quiero perjudicar a nadie. Mentira, si nadie me remitió, fue un turno que me consiguió Sonia, pero yo no podía decirle eso a él, porque figúrate, capaz que le hubieran llamado la atención a la muchacha, y ella es un ángel. No, ¡qué va! El caso es que me dijo que tenía el corazón de una niña. ¡Pero si tienes el corazón de una niña! me dijo. Y yo me reía a carcajadas, qué va doctor, si míreme como estoy que los pellejos me cuelgan, toda arrugada, toda una vieja pellejuda. Y él se empezó a reír también. Después fui para la cafetería, hice mi colita, y me tomé un batido de helado de vainilla. Tú dices que sabe a cartón molido pero yo lo encontré riquísimo. Ah, y me comí un pan con pasta. Estoy que me reviento. Pero tengo un cansancio. No puedo ni levantar los brazos. ¡Mira, mira! ¿No será bursitis? Y tú sabes que cuando estaba en la cola, ya casi llegando, viene un señor de lo más fino, no un pelandrujo como tu padre, no, qué va, un hombre cincuentón, muy elegante, con otro porte, ¿tú sabes?, otra cosa, y me dice, compañera, siéntese aquí, por favor. No se moleste, si ya me va a tocar, le contesté. De ninguna manera, compañera, por favor, no faltaba más, tome asiento. Ay, gracias, le dije, usted es muy amable. Muchacho, y qué te cuento, el tipo, que era abogado retirado, diciéndome que yo era muy joven, un pollo, que tenía unas piernas muy bonitas, y esas boberías. Cuando le dije la edad que tenía, y que estaba toda jodida, metida en el médico por los dolores, y que mis hijos ya eran hombres hechos y derechos, que ya tenía hasta nietos, casi se cae para atrás. Me decía que me estaba burlando de él, que eso no podía ser verdad, que no aparentaba la edad que decía. Usted me está tomando el pelo, me decía. Ja, ja, de lo más simpático, el viejo. Bueno, para no cansarte, me pagó la merienda y todo. Quería acompañarme pero yo le dije que mi hijo mayor me estaba esperando afuera, y me fui. Lo más bonito es que se parecía cantidad a un enamorado que yo tuve cuando era jovencita, bueno, yo era la que estaba enamorada, porque él era ya un hombre muy mayor y yo una chiquilla. Él iba a casa de papá, un hombre muy culto e inteligente, era el tutor de nosotras. La poca mierda que sabemos Ena y yo, nos la enseñó él. También hacía versos. Un día me recitó uno que hizo por mi cumpleaños:

Recibe buena amiguita
en gesto de buen agrado
lo que mi mente ha grabado
en mi puro corazón.
Hoy que tú estás en tu día
justo es que de ti me acuerde
y al mismo tiempo recuerde
a la autora de mis días.
Conchita es el nombre santo
que a tu hogar trae alegría,
el mismo que en este día
me hace obtener unas flores,
flores que forjan historia
y que dedico a la memoria
de la muerta madre mía.
—Es muy bonito. Ya me lo has recitado otras veces.
—Me lo dijo una vez y nunca se me olvidó. ¡Y mira que han pasado años! Él se preocupaba mucho cuando nosotras estábamos enfermas. Papá se desesperaba y él le decía que las medicinas no son el ungüento de la Magdalena, que les diera tiempo. Se llamaba Florencio. Ya se debe haber muerto...
—Seguro, mima.
Sí, mi madre había acabado de llegar del hospital y se veía muy contenta. Me miraba y se reía. Engordaba y envejecía pero su risa era la misma que recordaba de mi infancia. Una risa fuerte, tan limpia, que el aire se vaciaba de presagios y de cosas opacas. Lástima que ya no se riera tanto. Hoy estaba feliz, tal vez porque los médicos le habían asegurado, una vez más, que gozaba de excelente salud, pero dentro de una hora, o mañana, empezaría a dudar: ¿y si el médico se equivocó?, ¿si no se dio cuenta de su gravedad? Entonces escogería sus mejores trapos, se emperifollaría a más no poder, cartera al hombro y todo, y para el hospital con una cara preagónica que daba grima. Era la misma película repitiéndose sin agotarse. Por eso yo disfrutaba tanto los escasos momentos de risa sana de mi madre. La veía echada y me decía que por aquellos instantes valía la pena seguir. Miré por la ventana. Afuera el viento zumbaba que era una delicia. Los árboles gozaban cortos estremecimientos y sucumbían a una especie de danza o complicado ritual. La madera de la puerta del patio estaba tan hinchada que era imposible cerrarla, a no ser que me ayudara con un martillo. Había un olor a flores mezcladas. Alguien estaba colando café en la casa de al lado. El agua dibujaba sombras como ríos en las paredes, acentuaba las rajaduras, y un moho verde se extendía ajeno. Una caravana de hormigas se perdía en una esquina del marco podrido de la ventana que daba al patio. Hojas flotaban en los vientos que se enredaban formando nudos sonoros, viejos chirridos, entre cantos de pájaros. Un sinsonte loco aleteaba sobre el alambre. Debe ser el mismo que no me deja dormir. Se esconde en la mata de aguacate y canta toda la madrugada. Huelo la lluvia que se aproxima. Se está acabando la cuaresma. El domingo próximo comienza la semana santa.
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