'JUAN FRANCISCO PULIDO
IN THE HEAVEN'S GATE Y OTROS CUENTOS SUICIDAS'

Por Joaquín Badajoz, Otro lunes
Mayo 2011. Año 5. #18

I

No sé si sembró un árbol. No tuvo hijos. Solo escribió un libro y unos cuantos poemas y cuentos dispersos. Tenía 22 años cuando apareció muerto en su habitación cerca de la Universidad de Saint Thomas, en San Paul, Minnesota. Meses antes, mientras realizaba en Miami un estudio sobre la obra de Carlos Victoria habíamos estado hablando una noche sobre esa obsesión que lo perseguía convirtiéndose en leitmotif de sus cuentos: el suicidio. Ahora sé que podían haber sido señales de auxilio pero su personalidad, que congeniaba la euforia y la depresión, la nostalgia y el desenfado, anunciando -para ojos más entrenados que los nuestros- un precoz patrón maníaco depresivo, lograba equilibrarse proyectando un triste optimismo que ya nos parecía rasgo de su personalidad. A la tarde siguiente, cuando fuimos a devolverle los abrigos que nos prestó para regresar a casa estaba de tan buen humor que le dije bromeando: No te suicides. Si no estos abrigos volverán al Salvation Army -dónde los había comprado por unos treinta dólares- y cuando esa gente los vea de vuelta vas a provocar un suicidio en masa…

Sé que la soledad y el frío del invierno norte lo tenían deprimido, pero honestamente su muerte es una de esa sobre la que se me hace difícil cualquier explicación filosófica. Habíamos llegado a quererle como a uno más de nuestra pequeña familia y su ausencia nos deja un poco huérfanos. En él creía que iba a ver realizados algunos de los sueños que las circunstancias de mi exilio ya me han obligado a echar a un lado. Se graduaría de una universidad americana. Seguiría escribiendo -quizás hasta en inglés- y lograría con su talento y juventud la asimilación del establishment. Iría a dar clases a algún centro de altos estudios y mientras eso sucedía nos dejaría esos largos mensajes en la contestadora que invariablemente comenzaban con un grave y lento: 'Professssoooor, What's going on?'. No sé si fue su egoísmo o nuestra confianza de que lo íbamos a tener siempre dispuesto a aventurarse a la noche miamense -cenando en Casa Juancho o en Sunset Place o aquí en nuestro apartamento de Auburndale o en su cuarto en una casa parroquial propiedad de la Iglesia de Saint Thomas Apostle, en South Miami-, lo que nos hizo darle poca importancia a estos argumentos. Hasta entonces no nos habíamos puesto a pensar que el suicidio no tiene motivos, sino consecuencias; es solo un dispositivo de tiempo que ha sido sembrada en el alma muchos años atrás.

Un escritor es un hombre con proyectos, con hambre de escritura, con fantasías concretas y ambiciones. El suicido solo puedo explicármelo bajo estos presupuestos como la alternativa a las frustraciones, la enfermedad o la certeza de una obra concluida. Pero parece que hasta aquí mi análisis peca de superficial. Puede existir también un desencanto cromosomático por la vida, una vocación al suicidio, un hastío de almas superiores ante la incomprensión y la banalidad, incluso la propia.

Juan Francisco Pulido también -y aunque parezca un clisé- fue una de esas víctimas anónimas de la intolerancia comunista. Su drama comenzó mucho antes cuando fue expulsado por razones de confiabilidad política de la Universidad de Cienfuegos. Joven escritor contra la corriente ideológica, asediado y reprimido por el régimen castrista, ingenuo y testarudo, se descubrió del otro lado antes de haber ejercitado la hipocresía, el cinismo y la ironía como un arma de combate. Su obra es resumen de esa impotencia que vivió ante el status quo y sus diferentes manifestaciones de violencia simbólica. Interrogatorios y acosos en los que los mas viejos hemos hecho malabares y memorables gimnasias mentales, fueron en su inocencia irreparables heridas morales. Durante aquellos años fue un joven solo, desamparado ante la irrazonable soberbia del poder. En aquel último encuentro hablamos también de que la única venganza posible consistía en la insistencia. ¿Pero que insistencia puede existir frente al desencanto y la desolación?

Yo que había dejado de odiar hasta en metáfora no puedo menos que sentir un odio irremediable hacia todo lo que convirtió a un escritor talentoso en un joven inseguro, víctima de sucesivos fracasos, que no pudo superar con la esperanza del futuro prominente que nosotros le avizoráramos.

A veces soy cruel. No soy partidario de aquella máxima de que la letra entra con sangre, pero si creo que los dones no deben malcriarse. Nunca le dije que Mario In The Heaven's Gate y otros cuentos suicidas era un libro de cuentos excelente, solo le dije que como primer libro no estaba mal; pero que en un futuro próximo escribiría realmente con la madurez y el aplomo del oficio y eso limaría algunas fallas que la pasión siempre deja en los libros iniciales. Cuestiones de discriminación que hacen de la pasión literatura. Sin embargo lo que veía en Mario… era realmente otra cosa. Era un libro desgarrado, que justificaba el suicidio con una seguridad que yo podía confundir con inocencia. Como si existieran muchas opciones pero los personajes eligieran entraran en la recámara con la certeza de que la muerte era un viaje dulce a pesar de todo. Acaso aquel atravesar el corredor mortuorio comiendo un pastel de azafrán que suspendía y desazonaba al maestro Lezama. Mario… me inquietaba; me hacia sentir mal. A pesar de su juventud ninguneaba la muerte. La desacralizaba sin sensacionalismos. Digamos que percibía una relación de extraña complicidad. Me intrigaba que los personajes muchas veces no estuvieran en el límite sino que avanzaran hacia el suicidio como hacia un viaje largo donde no habían graves justificaciones, como si el narrador resolviera las situaciones narrativas con una arrogancia omnisciente que para mi le restaba credibilidad.

Aproximadamente en agosto de 2000 leí su cuento Días de huelga. Había ganado un segundo premio del concurso del Instituto de Cultura Peruana. Un jurado, del cual solamente recuerdo a Carlos Victoria, le había otorgado este premio, aún cuando para mí merecía el primero. El cuento vencedor, de un peruano radicado en Canadá, era una descarga menor que no me merecía ninguna consideración. Pero estaba bien; todos sabemos que los concursos son un conciliábulo mefistofélico. Muy pocas veces los jueces viven bajo la pesadilla de la falibilidad humana. Ante estos seres monolíticos la apelación es posibilidad nula o cerrada. Recogí el cuaderno de la premiación -a la que no pudo asistir- y se lo regalé en un viaje que realizara a Miami antes de fin de año. Los organizadores del evento fieles a la falta de protocolo de nosotros los latinoamericanos no tuvieron siquiera la delicadeza de enviarle un ejemplar. Días de huelga volvía sobre el suicidio como si la pesadilla que había empezado en sus años cubanos se repitiera cíclica y letal. Era un cuento maduro, soberano; puedo decir sin temor a equivocarme que es un cuento antológico. Hablaba del desempleo, del hastío en la relación de una pareja, de la rutina y del sueño, todos esos estados de insoportable far niente que conllevan a la frustración.

Para diciembre nos enviaría un divertimento extraordinariamente escrito del que no recuerdo el nombre (unos días después de haber escrito esto Belkis Cuza Male me recordaba que el título de este cuento es El aire en las orejas). Era un cuento menor pero tan bien equilibrado que hubiera bastado para tomarlo en serio. En él no habían suicidios; solo un vacío que se extendía hasta el final abierto. La posibilidad de que dos seres viviendo en diferentes latitudes pudiesen encontrar su "soulmate", esa alma gemela que les hará llenar el espacio que los primeros hombres mutilados en la caverna platónica están supuestos a perseguir durante toda la vida. Encontré adolescencia -en su estricto sentido etimológico- y al menos la cordura de dejar suspender a su protagonista cabeza abajo desde un mirador para sentir el sonido del aire en la orejas, en vez de precipitarlo abismo abajo. Quizás tenía ya tanta resolución sobre su propio suicidio que prefería en su miedo dejarle un minuto de vacilación, una remota posibilidad que se extendiera sobre el peligro, alimentándose de la cercanía purificadora de la muerte. Supongo que era uno de sus primeros cuentos de Minnesota. Tenía que ver con aquella ciudad, con la universidad, con la vida de un estudiante cualquiera, llena de interrogantes, pero también de sorprendentes respuestas. Recuerdo un pasaje que ocurría en un aula durante una clase de álgebra. El protagonista -quiero pensar su álter ego- discutía con la profesora sobre la rigidez de las matemáticas. Todo giraba sobre el carácter dictatorial de la verdad aristotélica. La invariabilidad de las matemáticas era para el joven universitario una flagrante violación de derechos. La profesora termina llamándole marxista antes de expulsarlo de la clase. El joven no recuerdo que exquisita respuesta le dispensa antes de marcharse. Pulido volvía a arremeter contra el establishment, a transportar esquemas. Todo dogmatismo era para él reflejo, en el espejo de la creación, del pasado que lo perseguía como una sombra indeseable; cómo si lo sufrido volviese a encarnar transfigurado en distintas versiones de la intolerancia y el abuso del poder, llámesele comunismo de manigua, economía de mercado o intransigencia pedagógica.

Otros cuentos suicidas

Una deuda es vivir con una piedra sobre el pecho. Yo tenía que dejar que Mario… se asentara, que el tiempo transcurriera sobre la obra y que nuevas posesiones alumbraran la palabra del escritor armando su coordenada o cordillera escrituraria; los accidentes quedaban a un lado. Nada era tan inminente como la vida y la obra rotunda y definitiva que vendría. Por eso la razón de diablo viejo me decía ambigua y errática: Espera y te sorprenderás. Confieso que fui ingenuo; hay obras calamitosas que brotan como una erupción y que han pactado antes de nacer con la fatalidad; después de ellas sobreviene el silencio, como si arrastraran una fuerza negativa de la que el escritor no volverá a recuperarse. Hay escritura por oficio y la hay por posesión, catártica, demoledora, que aparece trastornando la intimidad, convirtiendo al escritor en un escribidor testarudo que convoca misteriosos demonios que lo dejan vacío en su hambre de dar. La pose sobreabundante confunde a lo auténtico. Eso pensé al descubrir que parte de sus pocos ahorros de recién exiliado los había destinado a comprar un edición barata de Bukowski. Malditos de iguales plumas que se encontraban en la misa negra de la lectura y la complicidad. Un joven confundido que intentaba convivir con sus angustias y aprender el simulacro de una estética, un estilo de vida, que le permitiera exudar su percepción dramática para sobrevivir prisionero de la imagen; pero de cierta forma distante de la tragedia en sí. El único escape que tiene el hombre de toda tragedia es alimentarse de ella. No existe salida posible cuando la trampa es mayor que uno mismo. Quizás un simple desplazamiento, de víctima a victimario, sea el único ardid para resistir el vendaval. El suicido es el más pedestre de los ejemplos, el otro es la venganza. Pero Juan Francisco Pulido no tenía alma para la vendetta escrituraria. Su dolor era demasiado grave, por eso todo cuanto tocaba se imantaba de una fiebre solemne y un espíritu trágico, donde la ironía y el cinismo hubiesen sido impostaciones. Así supongo que haya desarrollado su obra de impotencia, fatal, alucinada, haciendo catarsis en vez de tomar distancia, escribiendo desde el vórtice cuando lo más saludable hubiese sido girar con los vientos huracanados del ciclón. Esa calma era su alimento y su sentencia de muerte. Tanto así que aquella noche lejana de enero me comentaba que ya no tenía motivos para escribir, atrás habían quedado las causas epidérmicas, las mismas que transportaba ahora en su valija de emigrante; ya la escritura había dejado de ser la sangría remedial que le produjera cierta paz interior, vertida en un ambiente ajeno y suspicaz, su enfermedad y su miedo crecían desproporcionadamente. De luchar contra nadie pasó a luchar consigo. No como una encarnación de su obra, sino como si las sucesivas visitaciones a ese "manual del suicida joven" hubieran fundamentado su tesis: "Las palabras (…) poseen la cabrona virtud de relativizar lo absoluto". Y lo absoluto era la muerte.


II


-¡Qué bonito tu escrito John! -dijo Marian sonriente.
-Coño, eso tenías que haberlo dicho desde el principio.
-¿Y cuál es el principio?
-El principio es el comienzo. Mi memoria no llega hasta allá.


Si en otro momento he llamado a Mario… "el manual del joven suicida", esto no quiere decir que su obra carezca del sentido de culpa clásico. La narrativa de Pulido se concentra precisamente en ese momento del coming-of-age, en el que el adolescente al entrar en la adultez se siente terriblemente desolado, juzgado y sin protección ante algo que le resulta desconocido: la culpabilidad. Agravado por un entorno mediocre y decadente, el de una dictadura que manipula al individuo y donde todas las expectativas se reducen a "resistir". Durar, le llamaba el maestro Fernando Ortiz, a esa etapa de inanición senil que lamentablemente ha suplantado a la hiperquinesia juvenil, en un lugar donde toda manifestación de euforia -como en La broma de Kundera- debe llevar su "mensaje" revolucionario. Todos lo personajes suyos, como él mismo, manifiestan alguna inconformidad ideológica contra la miseria, la falta de libertad, la mediocridad, el sin sentido de la vida. La rebeldía de algunos los lleva al suicidio, la de otros -como Goyo- al dulce far niente: "Pero dejemos a Goyo dormir tranquilo. Él sabe que este mundo. Este cabrón mundo y este jodido país, especialmente, no son como debieran ser. Pero ¿qué más da? Es mejor dormir, que es como estar muerto, que hacer algo por cambiarlo. De todas formas son solo el cabrón mundo y un jodido país. Nada más."

"Gregorio está roncando" y esto es sin duda lo que los antiguos llamaban un ejercicio preparatorio para la muerte, es decir para entrar en la eternidad. Gregorio (Goyo) duerme, en Goyo's Performance y su padre Teodoro García Moreno, el zapatero, guarda prisión por homicidio ( "… ¡Ah! y ponle ahí posible diversionismo ideológico, y bien grande. La secretaria asintió con la cabeza, tecleó algo y preguntó si ideológico se escribía sin h. El oficial gritó si lo había confundido con un profesor de español, que lo escribiera como le diera la gana." ) después de ver un ángel femeninamente andrógino que se paseaba desnudo por el malecón habanero, y que unos minutos después se lanzaría, sin causa aparente contra un viejo Chevrolet del 59, verde metálico y adornado con stickers NIKE y I LOVE YOU NY. "Nadie se atrevía a tocarla. Era como la verdad paseando por La Habana. (…) Ella no pertenecía a este mundo. La verdad no pertenece a este mundo, convive pero no pertenece.", le diría el viejo zapatero al oficial Alexis Calzado Solo, capitán de homicidios, en el interrogatorio después de haber sido acusado de empujar a la muchacha a la calle. Eve, historia donde se narra la tragedia de Teodoro García, es quizás el cuento más contestatario del cuaderno, el autor heraclitano disfruta y sufre el paseo de la verdad desnuda por La Habana: la sorpresa, el extrañamiento, la vulgaridad, el miedo y el mediocre pragmatismo de una multitud confundida que lo mismo grita que llamen a la policía, que llega a dictaminar que 'La verdad tiene un buen culo'.

En Mario In The Heaven's Gate y otros cuentos suicidas no falta el cubano choteo, la experimentación y la ironía, pero sin ocultar el desencanto, la frustración y la asfixia moral de los personajes. Como en un laboratorio de escritura, algunos cuentos tienen versiones, o la esencia se reparte en diferentes probetas, que serán sometidas a la acción física de la percepción. El impacto del suicidio, las causas imaginarias que lo provocan, los procedimientos, son tan relativos como la palabra que los conjura. Los propósitos del suicida suelen ser un misterio, que se reproduce vagamente, múltiple e inasible. Mario In The Heaven's Gate, el cuento que abre esta compilación es un soberano ejemplo de que aunque para el autor el suicidio podía ser una solución fallida y las causas inconsistentes fantasmas, a veces, sin saber cómo, el hombre se deja arrastrar hasta "un callejón sin salida" donde las únicas ventanas que advierte conducen hacia un mismo lugar. Reza un viejo proverbio que la suerte es una justificación de los fracasados. Su tesis: "Que se siente el que tiene nalgas y el que nació sin ellas que se ahorque", confirma que Pulido se vio atrapado dentro del azar antes de tener tiempo de ejercitar alguna hipocresía antiestrés. Era un niño solitario que soñaba, y eso siempre es un riesgo que puede conducir a la abulia, la angustia existencial y el ensimismamiento.

Cada uno de los cinco cuentos que componen su libro poseen una fina reflexión filosófica y una madurez cruda y desencantada que revelan a un escritor adolescente precozmente lanzado a la contienda de la selección natural. Un soñador en franca desventaja dentro de la cadena animal, donde su fuerza era a fin de cuentas una debilidad. Aún si Juan Francisco Pulido no hubiera 'cometido suicidio', como habrá dictaminado algún forense norteño, sus cuentos hubieran sido el testimonio de uno de los escritores más maduros de su generación. La performance en nada aquilató su profundidad filosófica, su escritura desenfadada y su sensibilidad para convertir en literatura eventos intrascendentes que son amplificados por la gravedad de la muerte.

Creo que logró --no sé si a propósito- hacer de la muerte un suceso trivial y de la intrascendencia la historia extendida de la existencia humana. Era la gota de sudor en el ojo del bailarín, "molestándolo apocalípticamente". "Sólo en ese momento se percata de mi fluir insignificante. Es el instante cumbre de mi vida. Equivoca la danza, odia, pestañea y caigo al suelo para no volver a ser jamás. El baile sigue. Aplausos. Telón. Yo no existo pero todos recuerdan la astracanada". Y el bailarín era Dios.


Coda (Salvando el mundo y fumando marihuana
mientras leo El manual del vampiro suicida)

Su último cuento publicado hasta la fecha, apareció después de su muerte en la revista electrónica www.elateje.com, del escritor Luis de la Paz. El jodido mundo, nos ofrece otras visiones. En una casa tomada, "en un pueblucho en el medio de Ohio" conviven cinco exóticos personajes: George y Lucas, una pareja de gays -el primero alemán y el otro checo-; Luisa, millonaria; Maggie, de quién solo se cuenta que tuvo un atípico romance con Jorge Luis Borges; y un quinto habitante: un vampiro australiano, álter ego y narrador personaje. Luego de conocerse por Internet deciden realizar este retiro que se convertirá en la aventura del absurdo de "unos seres brillantes que buscaban formar un mundo nuevo con ideas nuevas y tolerancia a montones". La primera tarea después de todo (elecciones y chachareo político incluidos) va a ser la bicoca de resolver el problema de la infinitud de las cosas, lo que le permite manifestarse, variar otra vez, sobre el suicidio. Con este giro de la trama el relato, aparentemente inconexo, se incorporará al cuerpo temático fundamental de la obra de Pulido. La elección de un vampiro como álter ego, uno innominado, un ser siniestro que encarna la antítesis de la mortalidad -como goce y como sufrimiento- no es un capricho. Un ser perpetuo, que ha pactado con un misterio mayor que la muerte, imposibilitado de cualquier escape natural, léase el suicidio y adviértase que: "No hay manuales de vampiros suicidas, o mejor dicho vampiro y suicida son dos palabras antagónicas, pero al mismo tiempo tienen sexo de vez en cuando", va a agregar otras connotaciones, buscando la multifocalidad, el agotamiento de percepciones diversas y por supuesto de diferentes soluciones. Un vampiro suicida vendría a ser como la suicida frustrada de El Portero, de Reinaldo Arenas, otro de nuestros suicidas mayores, cuyo agotamiento existencial y encerramiento psicológico llega al extremo de negársele la elección de la muerte; en cualquier caso, aunque discrepemos, su derecho a la muerte.

El aislamiento, que terminará con la encarcelación de todos los miembros del grupúsculo -por no haber contribuido con los impuestos federales- y la deportación del vampiro australiano, incluye no solo memorables pasajes de humor y la mordacidad crítica característica en la obra narrativa de Juan Francisco Pulido, sino también el manejo de valores antagónicos para acentuar el desencanto. La ridiculización del rito, que incluso aquellos seres que pretendían cambiar el mundo ejercitarán al sentarse de manera contemplativa entorno a una piedra, nos conduce a la reflección de que toda organización social, aún en una primitiva asociación gregaria, reproduce la magia de los ritos, incorporando con ella, límites y prisiones intangibles. En el rito, según podemos deducir, Pulido advierte la condición de glass ceiling, un sutil enclaustramiento, que pone frenos al crecimiento del hombre. A pesar de que en un período ingenuo el hombre halla necesitado de normas y rituales que le garantizaran la reproducción ordenada de la vida social, no es menos cierto que la rueda, el mito y el ritual que propiciaron la evolución conducen inevitablemente a su estancamiento.

Al final -imagino que echado en el camastro de un desordenado cuarto de Sidney; a la penumbra de la luz de la pantalla de una laptop, sobre el cúmulo de libros, se puede distinguir la carátula de una edición barata de las obras de Bukowski y una colección de discos de Zeppelin-, el vampiro australiano, un ser misterioso, enigmático y supongo que desordenado escribirá: "Y ahora estoy convencido de que cuando todos salgan de la triste prisión donde sobreviven con el mismo espíritu de siempre, entonces salvaremos este jodido mundo. Mientras tanto fumo marihuana. Mientras tanto fumo marihuana y espero". Para él, como en algunos otros relatos de su libro Mario… la espera, el dulce far niente, la abulia, son una alternativa del suicidio. Cuando no se puede caminar hacia al muerte, se puede escribir… en líneas rectas con renglones torcidos una engañifa a la muerte. La espera, el sueño, la enajenación, la droga, ejercitan el encuentro que alguna vez habrá de suceder; un enajenado es también una especie de suicida que se prepara para entrar en el misterio absoluto; ese que encandilaba e invitaba desde hacía tanto a un joven autor. "Salvar el mundo o fumar marihuana": el slogan de esta secta de soñadores que levitan conjurando la infinitud en torno a la piedra filosofal -mientras escuchan, quiero imaginar, la versión amerindia de Amazing Grace- se convertirá mientras tanto, dispersados por la burocracia y la rigidez mental, en fumar marihuana, evadirse de un mundo que se resiste a ser salvado. Yo también ahora mismo fumo, aunque sé que me hace daño solo puedo decir que me gusta fumar. Nada tengo que agregar al respecto.


Descarga intertextual a manera de post data.

El hablador había llegado tarde a la región de los lagos superiores. Ya no podía ver ni siquiera la mano que en la bruma salpicaba la niebla aferrándose al hielo. Una mano crispada y renegrida que parecía la extremidad de un tritón. Estuvo revolviéndose inquieto hasta que ya no podía despegar las extremidades de la cama. Sintió la misma sensación que si se hubiese acostado desnudo y mojado sobre un témpano. Desde hacía años tenía esa pesadilla recurrente: la cama se inclinaba y como un tobogán lo deslizaba al abismo. Pero ahora estaba crucificado, fundido al hielo y se iba sumergiendo lentamente en el agua helada. Un abismo, una quebradura en el invierno de Saint Paul, un descenso de patinador que no siente el crujido de la pista bajo sus pies. La noche anterior desde Iowa, Jesús Jambrina había llamado misterioso, preocupado por alguna rumorada gravedad. El teléfono celular de Pulido, todavía activado, ya no aceptaba ningún mensaje. Podía haber estado sonando, desgañitándose, sobre alguna mesa aledaña. El cuerpo estaría en algún departamento forense que investigaría la muerte de un niño que no tenía razones para avanzar en la noche desolada. Estaría pálido sobre una mesa metálica o arropado por las mantas que le provee un cura sajón. Al otro día, a primera hora, desde Cuba nos comunicarían que lo habían encontrado hacia dos días muerto en su cuarto. Era viernes; también Vallejo le temía a esos días en los que toda la furia de Dios se empozaba en el alma. Esa tarde en la columna de El Nuevo Herald, Belkis Cuza publica su obituario, un óbolo para que su muerte sacudiese un poco el mar. El sábado en la tarde, por el canal 33, repondrían Death Poets Society; a la misma hora el cura que le dio albergue durante más de un año, despediría la misa que se celebró con sus padres en Saint Thomas Apostle Church. Hay señales por todas partes.

 
 

 

Estimada Belkis Cuza:

Me emocionó su obituario a Pulido publicado ayer en El Nuevo Herald. Se lo agradezco por mí y por él -que solo dejó un par de "inconstantes amigos" como yo que nada pudimos hacer por salvarlo, tan involucrados como estábamos en nuestra propia salvación-. En Cuba sufría; aquí estaba desolado. En Cuba escribía y su escritura era una forma de denuncia; aquí podía haberlo tenido todo pero encontró que el vacío era un abismo que lo separaba hasta de su vocación. Parece que podía vencer con la escritura el sufrimiento pero no estaba preparado para sobreponerse a la soledad de un destierro un poco aséptico, crudo, insensible y mercantil. No quiero especular pero quizás pensó que aquí encontraría la medicina para su enfermedad y quedó doblemente sin razones. Con Mario In The Heaven's Gate y otros cuentos suicidas (que ya un amigo le tenía desde hace unos meses traducido al inglés) ganó uno de los pocos premios de su vida -aquí ganó con otro cuento extraordinario un segundo premio del concurso del Instituto de Cultura Peruana-; pero cruelmente Mario... fue también su testamento. Un auténtico suicidio literario de un joven destruido por un sistema policial y carcelario. En enero de este año cuando estuvo aquí en Miami, supuestamente haciendo una investigación sobre la obra de Carlos Victoria, la cual nunca me enseñó, ya estaba bajo tratamiento por su estado depresivo. Entonces tratando de darle nuevos argumentos le decía: Escribe, escribe mucho, tú no eres la niña de El pabellón de los niños locos, ni Anna Frank; Mario... es un buen primer libro pero tú vas a escribir mucho más. Estaba decepcionado de todo, hasta de la literatura.

Entonces no comprendí que su primer libro era también un poco eso: un grito de angustia de un niño que había vivido y sufrido un pabellón de niños locos, un campo de concentración, un sistema totalitario y despersonalizador.

Hace unas semanas le escribí por otras razones. Por escritores como Pulido hablaba entonces. El sufrimiento hace a unos hombres suspicaces (los más viejos) y a otros (los más jovenes) hipersensibles hasta la calamidad. Entiendo entonces las reservas de un exilio "histórico" ante las que algunos más jovenes -como Pulido- quedan totalmente desarmados. No estoy muy seguro de que un brazo lo hubiera salvado; pero ese abrazo que dejó con usted es, conociéndolo bien, parte de esa clarividencia y perdón que iluminan a los hombres que van a morir. Aquí conversando en Miami hablamos de Mariel y de Linden Line Magazine, de las cuales guardo algunos ejemplares. Quería que encontrara espacios, motivos, realizaciones. Únicos argumentos que creo válidos para querer vivir.

Lo que sigue es una tragedia que él ya observa desde afuera. Creo que llevada a cabo con la meticulosidad de quien no espera nada. No es la historia del artista que se inmola por lograr algún milagro de alfarería ni un personaje encarnado. Solo el vacío, el vacío; como si toda la soledad del mundo ya no cupiera en las palabras.

 
Joaquin Badajoz.
Auburndale, Southwest, Miami.
Marzo 2 - Junio 15, 2001.
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