Noche de la presentación del libro Hablar de Guillermo Rosales
 
Miami, agosto 30 de 2013

Palabras introductorias de Rodolfo Martínez Sotomayor

Al morir Carlos Victoria, nos dejaría a Eva y a mí, una especial herencia espiritual, el afecto de su hermana Finita en La Habana. Él le dijo en una carta: Cuando yo falte, estará Rodolfo para ti. Nunca imaginó que ese "caos universal, que es el orden de todas las cosas" preparaba el camino para lo que vendría después. En un correo electrónico, me habló Finita de Carlos Velazco y Elizabeth Mirabal por primera vez: Son unos muchachos muy educados, fíjate que tratan de usted a todo el mundo, tienen la edad de tu hijo. Están fascinados por la cultura cubana del exilio. Sabían de la existencia de Carlos Victoria y querían leer sus libros. Mencionaron tu nombre por un artículo que hiciste sobre Carlos que alguien les trajo. Son encantadores, el problema es que son "monotemáticos". Para ellos sólo existe la literatura en el mundo. No hablan otro tema. Era tanta su pasión, que les presté los libros de Carlos, creo que hice bien, me los devolvieron en una semana. Son unas polillas, están loquitos, loquitos.

Visitar La Habana, después que contrajo Finita una grave enfermedad, sería terrible. Sabía que la vería deteriorada, ya no era la misma. Y allí estaba frente a ella. Su fragilidad, su aspecto ajado, lo tengo fresco en el recuerdo de aquel día. Sentada en el sillón, sostenía el auricular de un teléfono. Al sonido del timbre, afirmó: Son Carlos y Elizabeth, les dije que me llamaran, que vendrías hoy. El acuerdo fue que al terminar la visita, nos veríamos en mi casa en una hora. Mi egoísmo no se percató de que llovía a cántaros. Esto no fue un impedimento para ellos.
Según un poeta amigo, aunque me doliera reconocerlo, debo admitir que trasladarse de Lawton al Cotorro, puede resultar casi un viaje interprovincial, teniendo en cuenta lo destruido de las calles y el paso inseguro, de un inefable Camello.

Venciendo todo obstáculo y para mi asombro, Carlos y Elizabeth arribaron a la hora acordada. El aguacero era intenso. Las capas que los cubrían no habían cumplido a cabalidad su labor, estaban empapados de la cabeza hasta los pies (y no es una imagen literaria). Lo curioso es que protegían de la lluvia un libro. Lo sacaron lentamente y pude divisar que se trataba de una antología semiclandestina comprada en la Plaza de Armas, pagada después de un difícil regateo, una compra que los privaría de satisfacer otros gustos menos espirituales. Para hacer ese sacrificio en ese país, había que sentir verdadera pasión por la literatura cubana en el exilio. Era una antología titulada: "Cuentos desde Miami" y en ella descubrieron a muchos escritores que les habían sido ocultos a su generación.

Conocíeron sobre Reinaldo Arenas, Carlos Victoria, Esteban Cárdenas, Los hermanos Abreu, Guillermo Rosales y un largo etcétera. Al escucharlos, me di cuenta que aprovecharían mucho más ciertos libros que llevé con otros destinatarios. Me lo agradecieron efusivamente. Con el tiempo creció la amistad en la distancia. Los envíos de libros dedicados por autores exiliados eran esperados como tesoros invaluables.

Un tiempo después comencé a verlos en la prensa digital, la primera vez fue en el blog de Emilio Ichikawa, se citaban las palabras de Carlos Velazco dichas públicamente durante una presentación en La Habana, de un libro sobre Reinaldo Arenas. Velazco dijo: He escrito en otra parte que Oneida Fuentes, la madre de Reinaldo, decía que después de muerto todo se perdona. Pero no es del todo así, al menos no tan pronto. No se le perdonan fácilmente muchas cosas a Reinaldo Arenas: su militancia política, su abierta homosexualidad, sus injurias, por ejemplo; pero sobre todo, cuesta perdonarle su enorme talento, su entrega sacerdotal a la literatura y su éxito. Carlos Velazco y Elizabeth Mirabal saben muy bien cuánto duelen esas últimas tres virtudes para quienes no las poseen. A ellos, tampoco se las perdonan mucha gente.

Cuando los vi nuevamente en La Habana, me sentía devastado, la muerte de mi madre era inminente. Carlos y Elizabeth me recordaban esa vitalidad que transmite la literatura. Ellos estaban ese día terrible, las lágrimas de Elizabeth estuvieron allí junto a las de mis hermanos.
Tiempo después vino un encuentro más feliz, vimos juntos el documental de Jana Bocova donde escucharon la voz de Carlos Victoria y de Arenas por primera vez.

Se mencionó entonces a Guillermo Rosales y un trabajo del que me habían dicho que les faltaba poco por concluir. Accedieron en dejármelo leer y decirles mi opinión. Parafraseando al editor de "La conjura de los necios", he de decir que al comienzo me pareció magnífico que fuera bueno, cuando proseguí me asombró de que fuera tan bueno, y al finalizarlo quedé con la fascinación que provoca un excelente libro.

Carlos y Elizabeth hacen una fusión entre crítica, testimonio y crónica novelada, sin que quede costura alguna para ver un descosido. Entrar en el mundo psicológico de Guillermo Rosales, en su contexto histórico, en sus fobias y sus pasiones con el peligro de caer extenuado por el ejercicio de ese viaje, es uno de los riesgos placenteros que se corre al leer este libro. No hay camisa de fuerza impuesta ni autocensura por sus autores. Escriben con entera libertad y la transmiten. Los testimonios de los amigos de Rosales de aquel entonces, van armando el retrato de la compleja personalidad del autor de Boarding Home. Les advierto a los lectores que pueden escandalizarse con algunos, pero es un buen ejercicio de tolerancia. Lo digo por experiencia sentida. Además, eran los amigos de Rosales.

Carlos Velazco, me preguntó, como suele hablar, como a quien no le alcanza el tiempo para decir todo lo que quiere y Elizabeth, más callada, y sorprendiendo siempre con sus agudos juicios y su voz infantil y firme a la vez: ¿Usted no se buscará problemas si publica este libro? No les contesté en el acto, tampoco quería repetirle la monserga de que vivo en un país libre. Ellos se referían a otra cosa. Y confieso que mi único temor fue perder el afecto de amigos muy queridos.
Pero no puedo condicionar el afecto a la libertad. El miedo a buscarse problemas es el alimento para el despotismo, llenó nuestra historia literaria de períodos muy oscuros que no cesan. Carlos y Elizabeth habían tenido el coraje de escribir este libro dentro. De abrirse espacio en su búsqueda de proscritos, con el recelo de instituciones gubernamentales, con sospechas de adentro y de afuera. Para mí todo sería más fácil, y ahora si cabe el lugar común y la obviedad, porque vivo en un país libre.

Es llover sobre mojado mencionar los ataques recibidos de un lado y del otro, por pretender adelantarse al fututo inevitable. He de ser, como decía Rimbaud, "absolutamente moderno" y aprender más que condenar, de su juventud, que sólo padeció la historia que hicieron sus mayores, y de la que no son culpables. En un acto herético han pretendido reconstruir el mundo literario que les fue negado. Se han enfrentado a los límites que impone la precariedad en su país, a la censura siempre actuando como una espada de "Damocles", a la miseria moral de injustas condenas. No les ha importado que al premiarlos desde adentro, podrían algunos interpretar como un proyecto de institución, un logro personal. Como no les importa ahora que al publicar de este lado, en la Editorial Silueta, no sería mencionado su libro en ninguna prensa oficial, ni digital, ni plana de su país. Para ellos, sólo existe el regocijo de haber realizado un excelente libro, para ellos, ya me lo había advertido Finita, sólo tiene valor la literatura.

silueta@editorialsilueta.com
Copyright © Editorial Silueta