'LA MADUREZ DRAMÁTICA DE JUAN CUETO-ROIG'
Por Ignacio Granados, Revista electrónica El submarino amarillo
Número III
Lunes, 06 de abril de 2009

Veintiún cuentos concisos, de Juan Cuento Roig, ofrece la excelencia a que nos tiene acostumbrados este autor deslumbrante; pero hay algo más, como una sequedad, que habla de su evolución como escritor. Del libro como libro, objeto, puede decirse que aunque el diseño pasa de sobrio para caer en el "minimalismo miamense", no deja de ser un cofre de maderas preciosas; desde el papel de hilo hasta el suave patinado de la cubierta, pasando por la hermosa redondez de la tipografía, que comúnmente es objeto de pecado. También, como buen cofre, guarda la espesa joyería de un autor conciso.

Un error, quizás -y no es seguro-, los exergos de entrada, justificando innecesariamente el valor de los cuentos breves; pero ese es un desliz de editor, no de escritor, que no hay que culpar al rosal por los descuidos del jardinero, responsable de la poda concienzuda. Eso sí, una vez traspasado el umbral, prepárese el lector para lo no visto ni degustado casi nunca en estas latitudes; porque, aunque anclado aún en lo mejor del absurdo aparente, aquí el humor es un poco más dramático y corrosivo, como se dijo, seco. No es que se trate de humor negro, que el autor siempre lo ha manejado con soltura y gracia; es precisamente el regusto amargo que impone en cada sonrisa, que ya no franca carcajada.

Está claro que aquí la intención es otra, no ya la simple y socarrona burla; sino que hay una especie de dolor profundo y existencial, a eso es a lo que se alude cuando se trata de madurez dramática. Está claro también, con este libro, que Cueto es escritor de vastísimos recursos; a pesar de su recurrencia formal con la viñeta, sostiene con pulso firme el gobierno sobre el lector; sin repetirse, como la araña que teje una asombrosa filigrana, y después de maravillarnos con una perla negra nos escarcha un escarabajo de oro en una simple vuelta de sus agujetas. Eso sí, también, no espere jamás un respiradero; tendrá en cambio, el lector, una desazón con la que el autor logra inocularle un poco de desencanto y amargura; pero sobre todo, ¡qué excelencia, Dios mío!

 
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