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'CARTOGRAFÍA
MÍNIMA
DE UN PAÍS EXTRAÑO' Como si fuera una novela, un río (el de Heráclito transformado en subway, en marea de cabezas que nunca se repite), o como un pez de tierra que avanza bajo la piel, cavando, anfibio por definición, caminos como venas, traza Michael H. Miranda (Cueto, 1974) la ambigua cartografía de En país extraño. En una lectura autosuficiente, descontextualizando este libro hasta el grado de lo posible, extrayéndolo incluso del cuerpo de su propia obra, compuesta por tres libros anteriores: Viejas mentiras de otra clase (2000), Las invenciones del dolor (2001) y en óleos de james ensor (2003), que debo confesar conozco irregular y pobremente, me atrevería a afirmar que este es un cuaderno de ruptura y madurez -un libro echado a la artesa, puesto a podrir, abrillantado durante casi una década-, en el que se descubre una voz (todas las voces) que conforman la polifonía poética de su generación. Por tanto, lo he leído como si me mirara a veces al espejo, olfateando entre sus líneas algunos de los mismos desvelos, urgencias, temas y hasta maneras de reflexionar que me son gratas. Aquí están las claves, en sabia proporción, de esa escritura de tránsito que se gestó en la Cuba de los 90, mientras los poetas intentaban llenar los vacíos del escapismo insular y dar el salto gramático que exigía la postmodernidad: esa época de prefijos, conceptos y pastiches. En este libro hay mucho de eso y más. De haber leído antes En país extraño, probablemente me hubiera ahorrado de escribir una buena docena de versos. Porque aquí las cosas están dichas, y están dichas bien. Tras esto, habría de notar que estamos ante una nuez alegórica, un libro tan continuo en este ejercicio que desde el título debemos comenzar a leerlo como una alusión, un circunloquio. Y no se trata del uso de recursos tropológicos, sino de un aprovechamiento de la polisemia perceptiva, de la palabra como parábola. En país extraño alude, en primera lectura, a la condición de "extranjero", pero puede perfectamente ser el país el que cambia, o estarse refiriendo a la ruta del hombre, la expulsión de su propio cuerpo: esa extrañeza existencial de quien se asoma a un viaje más complejo que el simple desplazamiento geográfico; o al menos así lo expresa el poeta: "Como si explotara mi cabeza/o /inyectara el sumo de otras vidas/ mi cuerpo suda lo que mi alma vivió/ escribo para decir nunca/ dios perdone estos vómitos del dogma/ tendrían que expulsarme a latigazos de mi cuerpo". O
puede simplemente referirse (a la manera del loco Panero) al fogonazo
que recibe En algunos textos esta alegoría interpretativa puede llevarse a niveles francamente insólitos. Pienso, por ejemplo, en el texto "depende del país...", que a mi simplemente se me antoja la descripción de un hospital en perífrasis, sin que exista ninguna alusión directa, pero apoyado en todo un sistema fijo de referencias que el autor domina perfectamente. En mi lectura, atento a otras posibles narrativas, hombre y país, por una caprichosa sinécdoque pareciera que convergen bajo la misma piel, y el país-hombre es ingresado de urgencia en un sanatorio-país con su "pasillo de aguas/ cerrándose al infinito", con el tufo de los "alcoholes que de mi mano nacen", "un tubo/ por donde mañana voy a respirar". El país humanizado y cosificado al mismo tiempo, en una compleja dualidad representativa, es manicomio-país (o tanatorio) nacional en el que aprender a tirar es "tomarle el pulso a la situación" y "decir la guerra será chamuscar la casa/ hasta que apaguen la luz yo sufro/ hasta que tiren mi cuerpo al mar. En la nota de contracubierta, Pablo de Cuba Soria afirma que "las voces que se entrecruzan en los poemas de En país extraño (...) hablan una lengua universalmente apátrida, en constante emigrar ('el día vallejo tiene voz de cuervo migratorio'), intrínseco al decir poético", recalcando su universalidad con una palabra que por usada, gastada, invalidada, incorporada a la jerga fascista de todos los nefastos nacionalismos, ha adquirido otras propiedades connotativas. Carecer de nacionalidad no significa traicionar su propia identidad, ni siquiera negarla, sino quizás, como nota Pablo de Cuba, superar fronteras: balbucear nuevas lenguas. Y en este sentido la poesía de Miranda, si bien habla el balbuceo de ese perseguido esperanto poético, que arrastra en sí rupturas y experimentaciones, tanto formales como conceptuales, también muestra una marca, es decir, se inscribe, pertenece a un corpus y un canon, ensaya pero sin anular esa tradición con la que está en diálogo permanente. No importa que la Isla se enmascare, que en ella espere "la mujer del herrero" quemando cuchillos de madera, el poeta "siente vencido los plazos que fija el pasaporte", viaja "para encontrar la isla en cualquier lugar, incluso en las ciudades que ya no agreden su antigua respiración de isla". Este libro, que ya decía es poéticamente polifónico, es también polimórfico: incluye textos en prosa, verso libre, y una delicada sección de versos breves que da nombre al cuaderno, y cuya filosofía comprimida resume la esencia parabólica y alegórica de todo el cuaderno. La "extrañeza", cuando es auténtica, horroriza por descarnada, recta y sin adornos, como cuando expresa: "He escrito prados libertad hastío/ he mentido a sabiendas/ viví lo atroz de aliarme a mi contrario" (mientras se resiste a usar en nombre de la mesura la palabra que la poesía insinúa, y casi atrae asonantada: "aliarme a mi enemigo"). O el bellísimo "aves en tránsito/ hacia el sonido de nieve", que atrapa en dos versos el desgarramiento del exilio, la transitoriedad del transterrado, su sinestesia: el estruendo de la nieve mullida, la lucha que se confunde con el batir de alas, mundos que colisionan y se desploman dentro de sí. Otra cosa a notar en este mínimo bojeo es el espíritu del libro, y que lo que yo llamo su carta tutelar: que va desde Panero hasta Darío, desde Eluard hasta Michaux, pasando por el petrarquismo amoroso de Quevedo, su anticipación del dolor febril y existencial del hombre moderno, hasta anclar en su persistencia fantasmal, su sobrehumana disciplina para intentar sobrevivir, dejar rastros, como el poeta Lihn que corrige en artículo mortis las pruebas de galera de su Diario de la Muerte. Sobre esos pedestales levanta Miranda las costas de esa isla poética rarísima, una que arrastra en su vagar, isla-rodante, hombre ruina, revelando su "sitio en el triste espectáculo del horror". En país extraño contiene también el adn de un palimpsesto, su hambre de collage, de reescritura, en la que se van acoplando, como afluentes de un único río, las malas lecturas, las influencias angustiosas ya decantadas, pasadas por el alambique del parricidio poético, y estas cartas tutelares que el poeta acepta, con las que dialoga. También juega con la autocita, ese hilván entre diferentes textos, que da un tono solemne, de "diario apócrifo" a este libro. En país extraño lleva en su raíz el delirio del insomnio, la locura del texto que una vez echado a volar ya no termina nunca hasta incendiar sus órganos, hasta caer derretido en la incineradora esencial. Aquí los dejo ahora con lo que verdaderamente importa esta noche: un poeta frente a su salón de torturas, disfrutando el circo de su propio patíbulo.
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Silueta
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