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¿TIEMPO VENCIDO? DEFENSA DE LA PREMONICIÓN
Por Ignacio
T. Granados Herrera
Miércoles, 24 de febrero de 2011
Luis
de la Paz es un autor marcado hasta la determinación por su generación
literaria, que es la del Mariel; y eso, a veces, puede significar un
lastre, puesto que el peso específico de la misma es ideológico
y no estético. De hecho, valores icónicos de esa generación,
como Juan Abreu o Reinaldo Arenas, lo son por su extrema individualidad;
una suerte de carisma y liderazgo, que les ha permitido incidir en su
entorno como referencia obligada, justo por su expansiva libertad y
no por su obediencia a un canon. Eso es grave, porque contrasta al autor
con los valores de su tiempo; que en ese caso, como epítome del
ilustracionismo moderno, se encuentran en postmoderna decadencia.
Esta
es la experiencia contradictoria que depara un libro como Tiempo
vencido (Editorial Silueta, Miami, 2009); organizando unos dramas
existenciales que envidiaría cualquier romántico, y que
se prestan a retratar con eficacia los complejos y sutiles vericuetos
del tiempo humano, pero que condesciende a hacerlo en sordina. Quizás,
lo más probable, eso se deba a un respeto y una fidelidad desmedidos
a figuras que se considera autorizadas; y que en medio de los escombros
de la Modernidad, aún imponen el simplismo populista contra la
arrobada iluminación del trance. De hecho, a Luis de la Paz se
le ha comparado injustamente con valores de ese fraude estético
que es el Realismo sucio cubano; sobre todo fuera de Cuba, donde ni
siquiera tiene referentes ciertos, sin pasar del amaneramiento fútil
que vampiriza lo político con el machismo prepotente de la cultura
popular.
Pero Luis de la Paz es un autor capaz de hilvanar situaciones dramáticas
soberbias desde el inicio (El hombre de lejos y Mandrake el
mago brilla en el Southwest); logra incluso imponer el embotamiento
mórbido con una simple superposición en tiempos narrativos
(La pared frente al flamboyán), y eso es complejidad sintáctica;
puede describir la llegada de la muerte con una secuencia periférica
espectacular, escamoteando su protagonismo por dos tercios del cuento
(La otra cara de la luna). En algunos cuentos, esas secuencias
pausan la situación con un efecto de retardo (delay),
redundando en un crescendo magistral de la expectativa; y a veces se
atreve incluso a la retórica (Llegó Daniel) con
una limpieza y elegancia que desmiente toda pretensión de simplismo.
En estos cuentos, un simple movimiento puede durar todo un párrafo
de exquisitos giros (Viejos amigos); que demuestran esa debilidad
de la imposición que quizás -sólo quizás-
se ha aceptado por ese respeto a una autoridad que basa sus criterios
en resentimientos y pretensiones. No es que lo político no ofrezca
suficientes motivos estéticos, sino que un autor con esa fuerza
no necesita dragar su eficacia de otra fuente que su mismo esplendor;
y puede darse el lujo de redimirse en la misma naturaleza trascendente
que le brinda ojo para captar estas sinuosidades de la existencia.
En
balance, el libro no está exento de debilidades, está
plagado de ellas; pero son los problemas comunes a una generación
perdida en ese respeto a una red de falsas autoridades, sumidas en su
propia ansiedad. A cambio, ofrece el potencial del diamante en bruto
capaz de tallarse a sí mismo y mostrar su increíble facetado;
pero sólo con tal de que recurra a su propia fuerza, en contraste
con la parca linealidad de otros valores sólo ensalzados por
su oportunismo político y mucho ruido. Quizás se trate
sólo de una metáfora existencial, pero ese siempre ha
sido el mejor recurso para comprender la realidad y es la literatura;
y lo cierto es que Tiempo vencido es el del entorno que impone
sus propias referencias a la individualidad de este autor, pero el suyo
se gesta en la libertad que espera por su poderosa épica.
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