'MICHAEL H. MIRANDA EN UN PAÍS EXTRAÑO'
Por Mabel Cuesta, La bicicleta roja
Viernes, 12 de junio de 2015

Entre las propuestas para el 2014 de la Editorial Silueta, radicada en Miami, estuvo el cuaderno de poesía en país extraño de Michael H. Miranda. La entrega aparece formalmente muy bien cuidada, lo cual es motivo de celebración primera.

La trayectoria de Miranda como poeta, la confiabilidad en sus conjuntos de trazos imaginarios y materiales, hacen que una se acerque a este país con una sed doble: la de corroborar su supervivencia como aeda en tierra extranjera y a la vez la de redescubrir, -de haberlos- nuevos senderos. Ambos propósitos se cumplen.

Pero ese cumplimiento se desata en lectura que lejos de hacernos recorrer la extrañeza que el título propone, deviene familiar y autorevelada. En en país extraño, asistimos a la aspereza de un viaje doloroso, sus accidentes, su fascinación... aun así, hay algo de ese viaje que resuma pertenencia cosmogónica, conocimiento occidental y centenariamente adquirido. La experiencia migratoria/exílica/acaso carcelaria de este sujeto narrador ya la vivimos antes en Terezín, Auschwitz o las UMAP: "Mi nombre son dígitos". Y como si no bastaran las evidencias, el hipotexto nos es siempre, siempre, facilitado: "la obsesión del número ya estaba en ángel escobar".

El país extrañamente familiar nos pone también de frente a la más temida de las verdades: no hay país al que volver. Las nociones de ciudadanía, identidad, pasaporte o cualquier atisbo de lo legítimo, esa fuerza pujante que alguna vez hizo derramar la sangre sobre los campos de batalla en el siglo XIX, ese espejismo llamado nacionalidad se transfigura en imágenes desoladoras; pero otra vez harto reconocibles "vivo la no-isla la no edad del país que mira al mar/mi casa en la ceniza posible la oportuna". Y todo se cierra en un cuadro perfecto, una estampa cáustica con que sintetizar cualquier posguerra "y soldados masticando dados de azúcar/entre animales muertos".

Para hilvanar este argumento de la familiaridad, lo cercano de estos versos que sólo intentan recrear su naturaleza forastera desde la voz egotiva que los reúne en forma de diario y carrusel, recurro a tres elementos ya casi enunciados.

El primero de ellos sería el insistente guiño a la generación poética cubana que precede a la del autor: la generación cubana de los ochenta. Basten los homenajes a Escobar o León Estrada para así probarlo. Pero hay más. De algún modo que da igual si premeditado o inconsciente, se abre aquí un diálogo semántico y también psicosocial. Miranda parecería regresar a esos poetas con quienes crecimos entre las derruidas salas de té, las descargas y los rones no sólo para destacar la atención con que los ha leído (su deuda y ansiedad de influencias) sino también para compensarles en la idea de un país que a pesar de haber habitado profunda y desgarradamente les fue igualmente arrebatado. La extrañeza no acontece sólo si la condición de poner mar por medio es un hecho irrefutable. La extrañeza es acaso heredada, secular, remanente de la condición colonial de la que aún no escapamos. Irse o quedarse es asunto de semánticas y alguna que otra coreografía física (sus atrezos) pero el continuum poético y de experiencias queda verificado.

El segundo elemento sería la idea del libro-juguete. Técnica composicional que si bien amplifica los argumentos de la familiaridad y los hipotextos (de Rayuela a los Cuentos Negros de Cabrera); introduce también el más poderoso componente filosófico del libro: su existencialismo. El cuaderno como rompecabezas, como conjunto de piezas sueltas que el lector deberá armar -proponiendo así el poeta varias alternativas de lectura- es también una invitación a una mirada ontológica y estremecedora sobre nuestras vidas: títeres de quién, partes de qué extraño juego.
Y finalmente la convivencia de géneros aterrizada en el mosaico poético; este pastiche en dónde la epístola, la memoria y el diario sirven de armadura a lo confesional, lo críptico, lo cínico y siempre lo desgarrado. Las exposiciones metapoéticas de aliento oscurecido conviven armónicamente con las apelaciones a sujetos palpables y reales: martha, alicia, el padre tipógrafo... Una vez más su familia como puente hacia todas las familias conocidas; como concentración de felicidad y desgracia; como espejo universal que resuena en todos los espejos.

En país extraño descansa desde ya en país de todos. Porque habrá un día después de este y los soldados masticarán dados de azúcar no entre animales muertos, sino entre las infinitas redes en donde habremos olvidado a la isla tal y como la conocemos. Un día en que habremos dado el salto final hacia el olvido de pasaportes, ciudadanías o naciones; todo eso que aún nos hace tan poblada la desesperanza. Todo lo que en este libro, con destreza y no sin pavor, se deshace. Eso que familiar y secretamente nos convoca.

 

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